· Guía Espiritual · Libro III · Capítulo XVI ·


                                               · Capítulo XVI·

                      Señales para conocer el hombre interior y el ánimo purgado


143. Cuatro son las señales para conocer el hombre interior. La primera, si ya el entendimiento no produce otros pensamientos que aquellos que excitan a la luz de la fe, y la voluntad está ya tan habituada que no engendra otros actos de amor sino de Dios y en orden a Dios. La segunda, si cuando cesa de la obra exterior en que estaba ocupado, luego y con facilidad se convierten a Dios el entendimiento y la voluntad. La tercera, si en entrando en la oración se olvida de todas las cosas como si no las hubiera visto ni tratado. La cuarta, si se porta en orden a las cosas exteriores como si de nuevo entrara en el mundo temiendo contrastar con los negocios, aborreciéndolos naturalmente, si no es cuando obliga la caridad.
144. Esta alma ya está libre de lo exterior y con facilidad se entra en la interior soledad, donde sólo ve a Dios, y a sí en Dios, amándole con quietud, con paz y verdadero amor. Allí, en aquel Íntimo centro, está el Señor hablándola amorosamente, enseñándola un nuevo reino, la verdadera paz y alegría.
145. Ya a esta alma espiritual, abstraída y retirada, no se le turba la interior paz, aunque en lo exterior padezca guerra, porque no llegan con infinita distancia las tempestades al serenísimo cielo interior, donde reside el puro y perfecto amor, que si bien algunas veces se ve desnuda, desamparada, combatida y desolada, es furor de la borrasca que bravea por afuera.
146. Cuatro efectos engendra este Íntimo amor. El primero se llama ilustración, que es un sabroso y experimental conocimiento de la grandeza de Dios y de su propia nada. El segundo es inflamación, la cual es un encendido amor y deseo de abrasarse como la salamandra en el amoroso y divino fuego. El tercero es la suavidad, que es una pacífica, alegre, suave e íntima fruición. El cuarto es absorbimiento de las potencias en Dios. Las tiene el Señor tan ocupadas y embebidas en sí que ya no puede el alma buscar, desear ni querer otra cosa que a su sumo e infinito bien.
147. De esta plenísima hartura nacen dos efectos. El primero un grande aliento para padecer por Dios. El segundo una cierta esperanza o seguridad que, jamás le ha de perder ni se ha de separar. Aquí, en este interior retiro tiene el amado Jesús su paraíso, al cual podemos subir estando y conversando en la tierra. y si deseas saber quién es el que totalmente es tirado al interior retiro con alumbrada simplificación en Dios, digo que es aquel que en la adversidad, en la desolación del espíritu y en la falta de lo necesario se está firme e inmóvil. Estas constantes e interiores almas están por afuera desnudas y totalmente en Dios difundidas, a quien continuamente contemplan. No tienen ninguna mancha; viven en Dios y de Dios mismo; resplandecen sobre mil soles; son amadas del Hijo, hijas queridas del Padre y escogidas esposas del Santo Espíritu.
148. Por tres señales se conoce el ánimo purgado, según dice Santo Tomás en un opúsculo. La primera, la diligencia, que es una fortaleza de ánimo que arroja toda negligencia y pereza para disponerse con solicitud y confianza a obrar bien las virtudes. La segunda, la severidad, que es una fortaleza de animo contra la concupiscencia, acompañada con ardiente amor de la aspereza, de la vileza y santa pobreza. La tercera, la benignidad, que es una dulzura del ánimo que despide todo rencor, envidia, aversión y odio contra el prójimo.
149. Hasta que el ánimo esté purgado, purificado el afecto, desnuda la memoria, ilustrado el entendimiento y la voluntad negada e inflamada, nunca el alma llegará a la Íntima y afectiva unión con Dios, que como el espíritu de Dios es la misma pureza, la luz y la quietud, se requiere en el alma donde ha de morar gran pureza, paz; atención y quietud. Finalmente, el precioso don del ánimo purgado solamente es de aquellos que buscan con continua diligencia el amor, y se tienen y desean ser tenidos por los más viles del mundo.

                                                                                           Guía Espiritual de Miguel de Molinos, Libro III, Capítulo XVI